Negativo cambiante de una sonrisa durante una tarde calurosa en Acapulco

Álvaro
6 min readJul 6, 2022

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por Álvaro Morales

Foto por @sarahleejs en unsplash

En el cuarto aniversario luctuoso de su padre, Irene notó que la fotografía en el estante de la televisión había cambiado. Era un cambio tan simple y discreto que solo se dio cuenta porque se detuvo, como lo hacía únicamente el último día de febrero, antes de acostarse, para observarla en silencio pensativo. Su padre, Ignacio, le había pasado un brazo por la espalda, su rostro era serio pero se podía ver cierta placidez en su mirada. Detrás de ellos, el mar de Acapulco yacía sereno, sin olas, tan calmado que se podía confundir con un reflejo del cielo del atardecer caluroso, añil y sin nubes, que reinaba sobre sus cabezas. La arena, fina y dorada, se asomaba tras la marea baja y adormilada. Un par de gaviotas recorrían el aire, con esa manera tan suya de volar, en la que parecen estar sostenidas por un titiritero invisible, mientras que el Sol comenzaba a desaparecer tras el horizonte.

La foto era tal como la recordaba con excepción de un detalle: la sonrisa de su rostro había sido sustituida por una mueca de tristeza. Su mamá caminaba lentamente detrás de ella. Irene le preguntó si recordaba si solía sonreír en aquella imagen o no. Su mamá, Ximena, solo se acercó lentamente y observó la foto. Tras unos minutos de silencio compartido se encogió de hombros y se alejó en la oscuridad. Irene tomó la foto y se la llevó consigo a su habitación. La puso en el buró junto a su cama y se acostó. Al día siguiente, cuando despertó entre pesadillas antes del alba, lo primero que hizo fue mirar la foto: le pareció que su rostro era incluso más triste. Sus ojos, idénticos a los de Ignacio, prueba indudable de su lazo, que antes habían sonreído junto con el resto de su rostro a la cámara, ahora miraban fijamente a sus pies. Guardó la foto en su mochila antes de ir a clase.

En el camino a la escuela, pensó en aquel viaje a Acapulco, la foto la habían tomado en el primer día que estuvieron ahí. Ella tan solo tenía 8 años. Recordó como su padre la solía agarrar por el brazo y la pierna, y la giraba en el aire mientras ella reía a carcajadas antes de lanzarla hacia el cálido mar. Recordó con añoranza como él la subía a sus hombros y se sumergía junto con ella en las zonas donde la arena desaparecía bajo sus pies y el océano comenzaba a convertirse en un profundo acantilado. Recordó también la súbita ira de Ignacio cuando ella rompió en sollozos por la sal en sus ojos y garganta, el malhumor de su padre por el resto de aquella semana de vacaciones, y su negativa a volver a jugar con ella entre la espuma y las olas. Cuando llegó a la escuela, Irene se encontraba inundada por la misma ira y rencor.

En clases no se pudo concentrar, a su mente llegaban como proyectiles los recuentos del resto de las vacaciones. El silencio insultado de su padre durante la cena cuando ella no quiso probar el pulpo, las maldiciones y groserías mal dirigidas cuando una tormenta tropical inundó su habitación, el largo y triste camino de vuelta a la ciudad. Cuando regresó a su casa, Irene sacó la fotografía de su mochila. Su rostro seguía triste y distante. Su padre seguía plácido. Pero el mar, el mar, el mar, antes pacífico y sereno, estaba turbio, lleno de pequeños torbellinos, y a lo lejos grandes olas se alzaban amenazantes.

Durante la comida, le preguntó a su mamá acerca de su matrimonio. Ximena llevaba cuatro años siendo poco más que un espectro, encadenada a una casa llena de recuerdos agridulces, bañados en mieles de ingenua nostalgia por un bienestar que se decía a sí misma había existido alguna vez. No le contestó, solo comió en silencio mientras que sus ojos miraban por la ventana, como a la espera de que el viento trajera una respuesta que no doliera. Con el plato todavía lleno frente a ella, Irene recordó las incontables comidas, desayunos, cenas, meriendas, de hostil silencio, dominadas por el eco de los gritos de Ignacio, que nunca dejaba que el neuroticismo se interpusiera entre él y el apetito voraz. Irene dejó su plato lleno en la cocina y regresó a su habitación, dejando a su madre todavía extraviada en sus propias remembranzas. En la foto, el cielo se había oscurecido, las nubes se habían cerrado por encima de ellos como violentos moretones que aparecen en la piel.

Irene volvió a tener pesadillas. Al día siguiente, el cansancio de las noches de malos sueños comenzó a tirar de ella, lo arrastraba como una cadena sujeta a su tobillo. Llegó tarde a clases, su profesor hizo un comentario mordaz al respecto que provocó la risa de sus compañeros. En las carcajadas del salón, Irene escuchó el fantasma de las mofas ácidas de su padre, las burlas y escarnios que la habían acompañado durante su infancia. Estando en medio del salón de clases se sintió tan humillada como cuando era una niña pequeña. Buscó refugio en el baño de la escuela, cuando sacó la fotografía no le sorprendió ver que la plácida expresión de su padre había desaparecido. Ignacio ahora tenía una sonrisa cruel y burlona. Quiso azotar la foto contra la pared. Salió a toda prisa de la escuela, aferrando la foto a su pecho sin atreverse a verla, y caminó por horas hasta el anochecer, ignorando las llamadas de su mamá.

Cuando regresó a su casa, Ximena dormía intranquila en el sofá de la sala, esperándola como había esperado tantas veces a Ignacio durante las noches. Pensó en todas esas veladas de vigía, largas noches en vela esperando ver por su ventana los faros del coche doblar la esquina. Eran noches de ansiedad y tristeza, en las que su padre llegaba a mediados de la madrugada, con malas excusas y pocas explicaciones, oliendo a todo y a todos menos a sí mismo, contestando hoscamente a las interrogaciones. Con la culpabilidad en el aliento y la vergüenza en la mirada; la reconciliación en las manos al día siguiente. Irene nunca lo supo, pero, al mismo tiempo, siempre estuvo segura. “Lo que se ve no se pregunta”, solía cantar Ignacio en el coche. Lo que asusta, duele, hiere, y mata tampoco se confiesa. Irene aventó la foto al otro lado de su habitación, el marco resistió pero el vidrio se hizo pedazos. Cuando la levantó, su padre ya no la abrazaba, se encontraba al otro extremo de la playa. La sonrisa cruel, los ojos insidiosos, la distancia insalvable. A su alrededor, la arena de oro había sido reemplazada por piedras y guijarros afilados. Las gaviotas habían desaparecido y en los cielos tenebrosos volaban buitres en busca de carroña. Irene, la pequeña de 8 años, lloraba. Irene, casi adulta, sollozó con ella.

Lloró hasta quedarse dormida, tan agotada que no tuvo energía para ser atormentada por las pesadillas. Despertó con la caricia del sol naciente en su rostro. Salió de su habitación y vio a su mamá, que ahora respiraba llena de paz en un sueño agradable. Se miró en el espejo, las ojeras de las noches anteriores la saludaron, el peso de los últimos cuatro años atrapado en su reflejo. Pensó en el cuerpo de su padre, frío y cenizo, tirado boca arriba con su último suspiro atrapado en los labios entreabiertos. Pensó en él y pensó en sí misma, y en su sonrisa aquella calurosa tarde en Acapulco junto a él, cinco años antes de su muerte. Pensó en su sonrisa y la buscó en su reflejo. Si la había perdido al pensar en su furia, su crueldad, su ausencia, su adulterio, su mezquindad; ¿por qué no habría de recuperarla al recordar su presencia, su apoyo, sus risas y juegos, y sus intentos de amor?

Los ojos que por tanto tiempo compartieron le recordaban que algunos fantasmas jamás dejarán de flotar tras de ella, pero eso no significaba que debiera dejarse atormentar por el eco de sus lamentos. Recogió la fotografía del suelo de su habitación y la observó. El mar seguía salvaje y peligroso, el cielo todavía era oscuro y tormentoso, las piedras y guijarros tapizaban la playa entera, su padre aún estaba lejos, pero Irene volvía a sonreír. Le regresó la sonrisa a su yo del pasado. Tomó el marco sin vidrio y lo volvió a poner en el estante de la televisión. Ya no la llevaría consigo a todos lados, incluso los recuerdos necesitan un descanso. Tal vez el próximo febrero las nubes serán menos tenebrosas, el mar no estará tan agitado, los buitres dejarán volver a las gaviotas, y los perdones serán más sencillos.

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Álvaro

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