El nopal

Álvaro
6 min readMay 28, 2021

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(foto de Chloe Herriot de unsplash)

Mientras José cavaba su propia tumba, se preguntó si en algún momento su vida realmente había valido algo. Bajo el ardiente sol norteño, que quema la nuca y prende fuego a las ilusiones, José hundía la pala en la árida tierra y sacaba grandes cucharadas de esta, para después tirarla a un lado. Mientras trabajaba, sentía la mirada de su verdugo puesta sobre él, aburrida y sin embargo llena de desprecio, que ocultaba al mismo infierno tras unos lentes de espejo, tal vez eso fuera lo que le quemaba la nuca. No estaba completamente seguro de quién era ese personaje que le apuntaba indiferentemente con un arma. Podía haber sido el policía, el gobernador, o el vaquero; José ya ni se molestaba en intentar distinguirlos, los tres se parecían tanto y le habían pedido tantas cosas similares que bien podía haber sido cualquiera de ellos. Seguía cavando.

Tampoco sabía dónde estaba. Por lo que había podido observar después de que le quitaron la bolsa de los ojos, era un lugar triste y que, incluso si no estuviese ahí con el propósito de cavar su propia sepultura, auguraba la muerte por donde se le viese. Eso, claro, no era de gran ayuda, ya que esa descripción se le hubiera podido aplicar perfectamente a cualquier parte del pequeño pueblo en donde creció, vivió, y ahora iba a morir. Al sacar más tierra, José no podía evitar pensar en lo cómico de taparle los ojos a alguien a quien se planeaba ejecutar mientras se le lleva al lugar del acto. Quería voltear con su captor y preguntarle si le aterraba la posibilidad de que los muertos pudieran hablar y de las cosas que fuesen a contar, pero le preocupaba que eso fuera motivo suficiente para que lo mataran antes de terminar con su labor.

Miró el hoyo que había creado ante sí, de tamaño adecuado como para que cuatro Josés se acostaran a morir hombro con hombro. Era una tumba lo suficientemente grande, de sobra incluso, pero José siguió cavando. La única concesión, la solitaria muestra de humanidad si es que se le podía decir así, que le habían otorgado era la promesa de que él podía escoger el tamaño de su lugar de entierro, seguiría con vida siempre y cuando siguiese cavando, no habría de morir sino hasta que tirase la pala a un lado. Extraña prerrogativa pensaba José, que recibiría más respeto en muerte que todo el que había recibido en vida. Seguía cavando, intentando aprovechar los últimos momentos de consciencia que tendría.

Una presión en su pecho le molestaba desde que había comenzado a trabajar y solo había empeorado con cada minuto que pasaba ahí; no estaba seguro de si era por la extenuante labor física o por la angustia de saberse moribundo, pero un ariete parecía querer romperlo de adentro hacia afuera, como si su corazón supiese su inminente destino y estuviese intentando escapar de este, escapar del cuerpo del mismo José. Deseaba poder gritar, voltearse ante su ejecutor y vociferar su rabia e impotencia hasta que uno de los dos cayera muerto, pero no lo hizo, sabía que era un esfuerzo inútil, un desgaste sin dividendos. Una larga vida entre los sembradíos le había enseñado que la tragedia no se expulsa a base de improperios, ni la desgracia se aplaca tras suficientes injurias.

Sus brazos le dolían, su cabeza se sentía como si fuese a estallar en cualquier momento, su espalda pedía piedad, y sin embargo seguía cavando. Le hubiera gustado tener fuerza incansable, brazos de acero y espalda de caucho, para seguir cavando sin parar jamás, se decía a sí mismo que haría pasar al desierto entero por su pala y viviría por siempre antes de dejarse matar. Con cada montón de tierra que levantaba podía sentir sus fuerzas decayendo, su espíritu enflaquecía con cada estocada de la pala en el suelo.

La primera vez que vio un cadáver, con aquellos ojos vacíos que no mostraban nada más que terror y la mueca de dolor permanente en sus labios grises, se prometió a sí mismo que, cuando llegase el momento de aceptar su propia mortalidad, lo haría con valor. La segunda vez que vio un cuerpo muerto, o por lo menos lo que quedaba de este, se dijo que sería arrogante ante el llamado de la Parca, se reiría de la muerte en su cara y le ofrecería el brazo para irse como buenos amigos. Después de presenciar su centésimo difunto, un hito al que todos los de su pueblo llegan tarde o temprano, la idea de la muerte le era tan mundana que se convirtió en algo ajeno, se convenció de que jamás habría de morir, cayó en la negación que le aseguraba que la muerte no era algo real, que estar vivo y no estarlo era exactamente lo mismo, que el dejar de respirar era solo un paso más en una caminata eterna. Estando donde estaba en esos momentos, con el aliento de la pistola respirando cada vez más cerca de su nuca, solo podía pensar en que nunca había estado vivo en realidad.

Cuando aceptó trabajar para el hombre que ahora le apuntaba con el arma, algo en su interior le había advertido que acababa de firmar su sentencia. Tal vez fuese la intuición natural de alguien que nace en donde hay más fosas que cunas, tal vez fuese el sexto sentido de quien se ha familiarizado con el luto, tal vez fuese el hecho de que le habían advertido que si la cagaba lo iban a rajar, ¿quién sabe? Uno nunca sabe cuando la caga, hasta que la caga. El tiempo que pasó entre que recibió su primer pago y le pusieron la bolsa en la cabeza se sintió como un suspiro, a pesar de haber sido meses, incluso años tal vez; los días pasan muy rápido cuando todos podrían ser el último de tu vida.

Se apoyó en la pala para recuperar el aliento, aprovechó para mirar rápidamente a su alrededor. Nada más que polvo, nopales, y horizonte. Se preguntó si habría vida después de la muerte, se preguntó si podría volver a nacer como algo más, como alguien que no tuviese que vivir mirando tras de sí. Volteó para enfrentar a su asesino, intentando mostrar firmeza en su rostro. Incluso mirándolo fijamente, no sabía con certeza quién se escondía detrás de aquellos lentes y bigote, aunque suponía que, cuando te están apuntando con un arma, las identidades poco importan; ante él no se paraba un conocido, solo un verdugo, podría haber sido el mismo José quien sostenía la pistola. Hay algunos que hubieran dicho que nacer en ciertos lugares es simplemente una forma muy tediosa de suicidarte.

Asintió en silencio, su captor le devolvió el gesto. José volvió a mirar a su tumba, tan grande que parecía un desperdicio usarla solo para él. Alzó la mirada y volvió a centrarse en el paisaje, mientras escuchaba las botas que se acercaban a su espalda. José cerró los ojos y aspiró profundamente una última bocanada de aire; le supo amargo. Pensó en los nopales, estoicos e indiferentes a su propia mortalidad, y deseó brotar de aquel entierro como un retoño de cactus, con tunas y flores en vez de culpas y tristezas. Fue ese deseo consolador lo último que pasó por su cabeza antes de que el disparo rompiese el silencio. José cayó al suelo, su asesino le dio un empujón con el pie para que su cuerpo acabase en el hoyo. Se dio la vuelta y se alejó lentamente, no se molestó en echar tierra sobre la fosa; sabía que hay algunas cosas que el desierto oculta por sí mismo.

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Álvaro

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