Andenes

Álvaro
4 min readJul 14, 2021

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Foto de @alekseyevskaya (unsplash)

Por Álvaro M.

A la izquierda, estaba ella. Cansada, gruñona, impaciente. Apoyándose en un pie y luego en el otro, balanceando su cuerpo de adelante hacia atrás, debatiéndose entre el lado prohibido de la línea amarilla de precaución y el lado lícito; mordiéndose el labio y frunciendo el ceño, como si no supiera si estaba preocupada o furibunda. Hacía las cuentas, calculando cuánto tiempo tardaría en llegar a casa. A su alrededor, personas con la misma expresión de hartazgo se acomodaban y distribuían en silencio. Era un silencio resignado; apático, pero hostil; ordenado, pero tenso; familiar, pero incomodo; como el del fatigado rebaño que regresa a la granja después de un largo día de rumiar pasto muerto. Su celular se había quedado sin batería hace mucho, no existía la opción de usarlo para escapar de la sinfonía de gruñidos, suspiros, y quejidos que poco a poco llenaba la estación de Metro Chapultepec. Llevaba un libro en su mochila, que se encontraba tan llena que parecía podría explotar si alguien intentase meter, aunque fuera un suspiro más dentro de ella, pero sacarlo implicaría desempacar por completo y le preocupaba que el metro fuese a llegar mientras ella tenía todas sus cosas tiradas sobre la plataforma. Resignada a resignarse, dio un paso atrás, abandonando su fugaz y diminuta rebeldía contra la línea de seguridad. Ella, Irene, estaba en el andén de la izquierda. En el andén de la derecha, estaba ella.

Irene la había visto llegar. Era imposible no hacerlo, incluso desde el otro extremo de la estación era como una brisa de aire fresco aun estando tantos metros bajo tierra, con un paso tan animado que parecía galope. Moviéndose a contracorriente en aquel mar de gente que inundaba el metro, la música, que presuntamente sonaba en aquellos audífonos enormes sobre su cabeza la hacía sacudir su cuerpo al caminar de tal manera que la gente parecía guardar distancia inconscientemente. Como si existiese un profundo respeto por aquella criatura que se movía con despreocupada fluidez, en aquel hervidero de rostros mortificados y pies cansados, y temiesen interrumpir o contaminar aquel brío todavía sin corromper.

La chica caminó a lo largo del andén, con la mirada de Irene siguiendo sus pasos, hasta que se detuvo justo enfrente de ella. Irene, que se consideraba discreta, ahora encontraba que aquel ente de cabello oscuro y piel pálida se había aferrado a su visión y se negaba a soltarla. “Lo insólito sería no verla” razonó, mientras el pecho se le llenaba de un extraño calor que se extendió por su cuello y siguió subiendo hasta teñir sus mejillas de un rojo furioso. La vio moverse rítmicamente sobre sus talones, la vio sacudir su cabello, la vio y deseó poder verla más, verla más de cerca. Ya no se movía, ya no fruncía el ceño, ya no se debatía, ya solo miraba, miraba y anhelaba. Sin darse cuenta dio un paso adelante, titubeante, temerosa: como si aquella línea de pintura sucia estuviera advirtiendo de un peligro completamente distinto, uno mucho más impredecible y tentador. Se olvidó de parpadear, su respiración se hizo larga y profunda, el ganado humano desapareció.

La chica, Salma de nombre, alzó la vista y sus miradas se encontraron.

A la derecha estaba Salma, a la izquierda estaba Irene, y en medio de ellas, indiferente pero implacable, estaba el metro. O bueno, el espacio donde debería estar el metro, porque en ese momento no había nada, nada más que bochorno y distancia. “Una avería, dos locos se aventaron en ambos lados de Metro Hidalgo y ahora todo está parado” había comentado alguien a la nada. “Yo oí que fueron dos perros” dijo otro. “Menuda impuntualidad la que provocan” lamentó un tercero.

Salma miraba a Irene e Irene miraba a Salma. La conmoción de la estación había quedado relegada a un segundo plano, y ahora entre las dos reinaba un silencio que sólo ellas podían escuchar. Los rostros serios, como quien teme mostrarse por completo en una sonrisa, pero los ojos gritando, voceando confesiones y secretos. Un nudo en el estómago que no era síntoma de enfermedad, una gota de sudor que no se debía al calor, que era mucho, un temor no provocado por el miedo si no por la emoción.

La bocina del subterráneo sonó terrible, sacándolas de su trance. Antes de que el tren se interpusiera entre ellas, se miraron una última vez, con la intensidad que solo pueden tener dos personas que saben que nunca volverán a verse. El metro entró furibundo a la estación, despeinándola al pasar, y la hizo dar un paso atrás. Se hizo a un lado cuando se abrieron las puertas, entró con urgencia, y miró a través de la ventana del vagón y en dirección al otro extremo de la estación. Ella seguía ahí: el rostro igual de impasible, los ojos igual de entregados. Las puertas se cerraron, tuvieron el raro privilegio de tener una segunda última mirada; despedida, reencuentro, y despedida otra vez, tal era su tragedia. El tren arrancó e Irene cuestionó los riesgos de jalar la palanca de emergencia. Salma le miraba con la misma discreta intensidad, como gritándole, no, rogándole, que hiciera algo. Con la cara casi pegada al cristal, Irene sostuvo su mirada mientras el piso bajo sus pies se empezaba a mover, alejándola de aquella visión tan hechizadora. Antes de que el tren se alejara por completo de la estación, Irene estiró el cuello para poder echarle un último vistazo a Salma. Le pareció ver que la chica le sonreía.

Su trayecto duró 50 minutos. No pensó en sacar su libro ni una sola vez.

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Álvaro

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